En sus Meditaciones metafísicas, el filósofo Descartes enumeró las cuatro facultades que, según él, se hallan en la mente humana: entendimiento (o razón), voluntad, imaginación y sensibilidad. Yo no sé si el hombre estaba en lo cierto pero el ajedrez, en tanto que ciencia-arte-deporte mental, también debería ejercitar estas cuatro facultades.
El ajedrez precisa entendimiento porque cualquier plan estratégico o secuencia táctica exige un mínimo de lógica y de razonamiento deductivo. Incluso en un plan incorrecto o tras una mala jugada se esconde un atisbo de reflexión. Por contra, un movimiento ejecutado sin pensar es un salto al vacío, un brindis al azar.
Necesaria es también la voluntad, entendida aquí como aquello que nos impulsa a jugar, a buscar el mate. Es el estímulo que incita a la lucha, la sed de sangre. Los que carezcan de ella abundarán en tablas rápidas o, peor aún, jugarán pocos torneos.
La imaginación es la capacidad creativa de una mente, la intuición que abre el camino a la reflexión, la chispa que se ilumina en mitad de un oscuro océano de variantes. Sin ella no sabríamos improvisar ni por dónde empezar, seríamos como las computadoras que, vacías de fantasía, repiten mecánicamente, que se ven obligadas a analizarlo todo por sistema.
Por último, la sensibilidad, que nos permite captar toda clase de percepciones –tanto externas como internas-. Sin ella no percibiríamos los más sutiles detalles de la lucha –un carraspeo de incomodidad ante una fuerte jugada o el trémulo vaivén de una pierna nerviosa- ni experimentaríamos el suave placer de la victoria ni el punzante dolor de la derrota. Seríamos espectadores insensibles ante un ridículo baile de piezas.
Concluyendo, que tanto la filosofía como el ajedrez son drogas que deben consumirse con moderación.
El ajedrez precisa entendimiento porque cualquier plan estratégico o secuencia táctica exige un mínimo de lógica y de razonamiento deductivo. Incluso en un plan incorrecto o tras una mala jugada se esconde un atisbo de reflexión. Por contra, un movimiento ejecutado sin pensar es un salto al vacío, un brindis al azar.
Necesaria es también la voluntad, entendida aquí como aquello que nos impulsa a jugar, a buscar el mate. Es el estímulo que incita a la lucha, la sed de sangre. Los que carezcan de ella abundarán en tablas rápidas o, peor aún, jugarán pocos torneos.
La imaginación es la capacidad creativa de una mente, la intuición que abre el camino a la reflexión, la chispa que se ilumina en mitad de un oscuro océano de variantes. Sin ella no sabríamos improvisar ni por dónde empezar, seríamos como las computadoras que, vacías de fantasía, repiten mecánicamente, que se ven obligadas a analizarlo todo por sistema.
Por último, la sensibilidad, que nos permite captar toda clase de percepciones –tanto externas como internas-. Sin ella no percibiríamos los más sutiles detalles de la lucha –un carraspeo de incomodidad ante una fuerte jugada o el trémulo vaivén de una pierna nerviosa- ni experimentaríamos el suave placer de la victoria ni el punzante dolor de la derrota. Seríamos espectadores insensibles ante un ridículo baile de piezas.
Concluyendo, que tanto la filosofía como el ajedrez son drogas que deben consumirse con moderación.
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