Cuando ganas un torneo experimentas una gran alegría. Una considerable dosis de euforia invade todo tu ser pensando que has llegado al Olimpo, que puedes medirte incluso con los poderosos dioses. En ese preciso instante, la diosa Victoria te corona de mirto y, mimosa, te eleva con sus alas por encima del resto de mortales y logras acariciar, aunque sea por un momento, la dulce eternidad.
El triunfo, la gesta, te proporcionan autoestima, el respeto de tus amigos y el temor de tus rivales, incluso, una vana promesa de inmortalidad. Como si el eco de tus jaques resonara por siempre jamás entre las paredes del club.
Si ese momento sagrado -el de la victoria- se pierde en el olvido, todo deja de tener sentido. Y es que todos jugamos para GANAR. Y una victoria no recordada, no es una victoria.
El triunfo, la gesta, te proporcionan autoestima, el respeto de tus amigos y el temor de tus rivales, incluso, una vana promesa de inmortalidad. Como si el eco de tus jaques resonara por siempre jamás entre las paredes del club.
Si ese momento sagrado -el de la victoria- se pierde en el olvido, todo deja de tener sentido. Y es que todos jugamos para GANAR. Y una victoria no recordada, no es una victoria.
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