Jugadores de ajedrez, de Fernando Pessoa
De Odas de Ricardo Reis, 1-6-1916
Oí contar que otrora, cuando en Persia
hubo no sé qué guerra,
cuando ardía el saqueo en la ciudad
y las mujeres gritaban,
dos jugadores de ajedrez jugaban
su contínuo juego.
A la sombra de un amplio árbol, observaban
el tablero antiguo,
y, al lado de cada uno, sus momentos
más libres esperando,
cuando había movido la pieza y ahora
esperaba al adversario.
Una jarra con vino refrescaba
sobriamente su sed.
Ardían casas, saqueadas eran
las arcas y paredes,
violadas, las mujeres eran puestas
contra muros caídos,
traspasadas por las lanzas, las criaturas
eran sangre en las calles...
Mas donde estaban, cerca de la urbe
y lejos de su ruido,
los jugadores de ajedrez jugaban
su juego del ajedrez.
Aunque en los mensajes del yermo viento
les llegasen los gritos
y, al meditar, en su alma supiesen
que en verdad sus mujeres
y las tiernas hijas violadas eran
en esa distancia próxima,
aunque, en el momento en que lo pensaban,
una sombra ligera
les cruzase la frente ajena y vaga,
pronto sus ojos calmos
volvían su atenta confianza
al tablero viejo.
Cuando el rey de marfil está en peligro,
¿qué importa la carne y el hueso
de las hermanas, de las madres y los niños?
Cuando la torre no cubre
la retirada de la reina blanca,
poco importa el saqueo.
Y cuando la confiada mano lleva el jaque
al rey del adversario,
poco pesa en el alma que allá lejos
estén muriendo los hijos.
Incluso aunuqe, de repente, sobre el muro
surja la faz sañuda
de un guerrero invasor, y en breve deba
caer ensangrentado
el jugador solemne de ajedrez,
el momento anterior
(y todavía calculando un lance
horas después muy sabio)
sigue jugando el juego predilecto
de los indiferentes.
Caigan ciudades, sufran pueblos, cesen
la libretad, la vida;
los haberes tranquilos y abolengos
ardan, y se los roben;
mas si la guerra el juego interrumpiese,
hállese el rey sin jaque,
y el de marfil peón más avanzado
pronto a comprar la torre.
En el amor por epicuro hermanos,
y en entendernos más
de acuerdo con nosotros que con él,
en el cuento aprendamos
de aquellos jugadores de ajedrez
cómo pasar la vida.
Cuanto es serio muy poco nos importe,
poco pese lo grave,
el natural impulso del instinto
ceda al inútil gozo
(bajo la calma sombra de los árboles)
de jugar un buen juego.
Lo que llevamos de esta vida inútil
tanto vale si es
gloria, fama o amor, o ciencia o vida,
como si apenas fuese
la memoria de un juego bien jugado
que supimos ganar
a un jugador más hábil.
La gloria pasa como un fardo rico,
la fama como fiebre,
cansa el amor, porque es en serio y busca;
la ciencia nunca encuentra,
pasa la vida y duele, pues lo sabe…
El juego de ajedrez
Embarga al alma, mas, perdido, poco
pesa, porque no es nada.
Ah! Bajo sombras que, apáticas, nos aman,
con la jarra de vino
al lado, y aplicados a la inútil tarea
del juego de ajedrez,
aunque no sea el juego sino un sueño
y un compañero no haya,
imitemos a los persas de esta historia,
y, mientras allá fuera,
cerca o lejos, la guerra y la patria y la vida
nos llaman, dejemos
que nos llamen en vano, cada uno
bajo sombras amigas,
soñando, él los rivales, y el tablero,
siempre su indiferencia.
Oí contar que otrora, cuando en Persia
hubo no sé qué guerra,
cuando ardía el saqueo en la ciudad
y las mujeres gritaban,
dos jugadores de ajedrez jugaban
su contínuo juego.
A la sombra de un amplio árbol, observaban
el tablero antiguo,
y, al lado de cada uno, sus momentos
más libres esperando,
cuando había movido la pieza y ahora
esperaba al adversario.
Una jarra con vino refrescaba
sobriamente su sed.
Ardían casas, saqueadas eran
las arcas y paredes,
violadas, las mujeres eran puestas
contra muros caídos,
traspasadas por las lanzas, las criaturas
eran sangre en las calles...
Mas donde estaban, cerca de la urbe
y lejos de su ruido,
los jugadores de ajedrez jugaban
su juego del ajedrez.
Aunque en los mensajes del yermo viento
les llegasen los gritos
y, al meditar, en su alma supiesen
que en verdad sus mujeres
y las tiernas hijas violadas eran
en esa distancia próxima,
aunque, en el momento en que lo pensaban,
una sombra ligera
les cruzase la frente ajena y vaga,
pronto sus ojos calmos
volvían su atenta confianza
al tablero viejo.
Cuando el rey de marfil está en peligro,
¿qué importa la carne y el hueso
de las hermanas, de las madres y los niños?
Cuando la torre no cubre
la retirada de la reina blanca,
poco importa el saqueo.
Y cuando la confiada mano lleva el jaque
al rey del adversario,
poco pesa en el alma que allá lejos
estén muriendo los hijos.
Incluso aunuqe, de repente, sobre el muro
surja la faz sañuda
de un guerrero invasor, y en breve deba
caer ensangrentado
el jugador solemne de ajedrez,
el momento anterior
(y todavía calculando un lance
horas después muy sabio)
sigue jugando el juego predilecto
de los indiferentes.
Caigan ciudades, sufran pueblos, cesen
la libretad, la vida;
los haberes tranquilos y abolengos
ardan, y se los roben;
mas si la guerra el juego interrumpiese,
hállese el rey sin jaque,
y el de marfil peón más avanzado
pronto a comprar la torre.
En el amor por epicuro hermanos,
y en entendernos más
de acuerdo con nosotros que con él,
en el cuento aprendamos
de aquellos jugadores de ajedrez
cómo pasar la vida.
Cuanto es serio muy poco nos importe,
poco pese lo grave,
el natural impulso del instinto
ceda al inútil gozo
(bajo la calma sombra de los árboles)
de jugar un buen juego.
Lo que llevamos de esta vida inútil
tanto vale si es
gloria, fama o amor, o ciencia o vida,
como si apenas fuese
la memoria de un juego bien jugado
que supimos ganar
a un jugador más hábil.
La gloria pasa como un fardo rico,
la fama como fiebre,
cansa el amor, porque es en serio y busca;
la ciencia nunca encuentra,
pasa la vida y duele, pues lo sabe…
El juego de ajedrez
Embarga al alma, mas, perdido, poco
pesa, porque no es nada.
Ah! Bajo sombras que, apáticas, nos aman,
con la jarra de vino
al lado, y aplicados a la inútil tarea
del juego de ajedrez,
aunque no sea el juego sino un sueño
y un compañero no haya,
imitemos a los persas de esta historia,
y, mientras allá fuera,
cerca o lejos, la guerra y la patria y la vida
nos llaman, dejemos
que nos llamen en vano, cada uno
bajo sombras amigas,
soñando, él los rivales, y el tablero,
siempre su indiferencia.
Pessoa, un escritor ávido de seudónimos, dedica este poema al ajedrez y trata un tema muy interesante, el ensimismamiento de los jugadores mientras transcurre la partida. El ajedrez como un juego absorbente, peligrosamente absorbente.
3 comentarios:
Joan, ¿de dónde has sacado este poema pessoanino? Nos vemos el martes.
¿Y por qué no el lunes?
Pessoa y su franca vision del mundo... hablamos de guerra?? Es libertad o cadenas
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